Mejor preguntar a los poetas

Demandó demasiados adjetivos para decir de una vez lo que vivía.
Respondió al perseguidor por cada noche que lo llevó y lo trajo,
que lo acechó y torturó, siempre distante,
que no sería esa hora la marcada,
la del fin de la escena de su vida,
que no quedan pocos fondos en la cuenta de la nada,
que construye sus lugares,
sus esquinas.

De qué temblar si las sombras no son nada
y los influjos de los dioses ya vencidos
no ocasionan más espasmos a la mente
que apretar entre los dedos un mosquito.

No seré yo, dije veloz, el testigo de cargo a declarar para inculparlo al destino por haber intentado darle muerte a cada párrafo, oración y vestigio que se imprimen en papeles clandestinos.
¡Si no hubo luz para alumbrarlos, al menos debió haber buena lumbre para quemarlos vivos!

Sustantivos de sustancias disolventes; adjetivos que no califican ni mienten; verbos que no actúan ni generan, junto a conjunciones inconexas y metáforas que no saben describir, simplemente como decir: “alguna vez anduve por el cielo, como un tractor nada por el suelo”. La desgracia del poeta está en lo que dice, no en lo que calla su escritura: en cada silencio guarda una esperanza que lo intoxica, en cada palabra libera un enemigo, furioso y avieso, capaz de destriparlo sin piedad a la vuelta de cualquier esquina, deshonestamente, con el cuchillo envenenado, como para no fallar. Cada frase lo lapidará, con suerte en la intimidad de su mente, con desgracia en algún libro incomprendido. Quién dice que se puede disfrutar del dolor de parto, si cada letra malparida deja carmesí intenso ese lugar inexistente que se dice mente, que queda ubicado entre la razón y el sentimiento, a la diestra del primero y a siniestra del otro, justo en la cuadra del medio. Cada frase escrita pinta la cuadra de la mente de rojo sangre, porque es sangre y no otra cosa, no es alegoría, es sangre lo que usa para pintar. A veces las frases se engordan como las sanguijuelas y, con justicia, algunas explotan y vomitan su carga roja en la acera, la del lado siniestro del corazón.

Y si es tan pútrida e infesta, dolorosa y previsible la suerte del poeta que quiere decir y dice: ¿por qué hay tantos empecinados, vistos o escondidos, que pueblan las pequeñas legiones y las heladas aguas tropicales, tanto como los cálidos hielos glaciares de la poesía, nefasta madre y mujer fatal de todos esos desesperados? Porque a pesar de sus desgarros y de sus hemorragias, de sus fisuras, sus golpes, magullones, extirpaciones, caídas, exabruptos y otras delicias “exclusivas” de poetas y otros letrófagos por el estilo, la dama que hace florecer las letras y desangrar a sus autores, los dota en compensación de una inigualable capacidad de regeneración y así vuelven a crecer brazos y mentes, sangres y plasmas nauseabundos retornan a llenar venas, expelen sus propios venenos __que otros han de beber creyendo en remedios milagrosos__ y algunos hasta reciben alas que nunca tuvieron, pero generaron de la mano de su amante pasional, La Poesía; otros luego de las alas siguen regenerando, y se ven todos emplumados al final, hasta que por último: cacarean.


Osvaldo C. Trossero
Agosto 29 de 2010

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