Camino constelado de…

Me abandonó y entonces me encontré.
Sentencia ¿de muerte? maravillosa.
Ahí comencé el camino de la obscuridad y la angustia,
que era mi camino oculto,
el de la procesión que va por dentro,
y en la hondura, de a poco, brilló la luz y alguna paz verdadera.



Cuando me vi sin rumbo,
encontré una vía;
una senda apenas marcada por un sutil aliento,
sin más guías que un temblor,
el frío en la espina y los intestinos.
Fue cuando la mollera se llenó de atisbos:
de un sendero sin pistas,
de una pista sin marcas,
de marcas sin señales,
de señales sin alertas,
de alertas sin sentido,
de sentido inescrutable.



En lo único que construí un muro sólido y laboral,
me desgrané de golpe,
como un hormiguero al que lava el chaparrón,
igual conservo los túneles poblados y una reina viviente,
que no quiere salir,
pero aún produce y reproduce sus hijos, nietos y alter-egos.
Ya no aparento reinos, ni busco solideces idiotizantes,
ni labores falsamente grandilocuentes,
marketing de la nada y la injusticia,
argucias y fingimientos gratificantes.



Hace tiempo fundé mi hogar a lo lejos,
atrás de los caminos,
en los bordes del tiempo,
perdido, por momentos, del otro lado de la ventana.
¡Vi crecer el centeno y el cornezuelo adentro!
hasta que un día un grito constelado,
con voz de madre en cuerpo de otra madre, parecida y de abrazar,
me trajo la razón de tantas menguas, baches y cráteres resecados;
de tantas culpas locas del pasado.
No pude cambiar el destino,
por entonces ya no podía intentar un Dios de bolsillo, de libro,
de manual de psicología,
ni siquiera uno de libro de auto-escarnio o de auto-ayuda;
y tuve que hacer la reverencia a los ancestros,
salir sólo con lo puesto
y renunciar al resto;
admitir, muy a mi pesar,
que es mucho __más de lo que el tonto se imagina__
lo que no se puede perder en un naufragio,
y entonces es propio y,
además,
hereditario.



Fue cuando volví al pago chico,
sin buscar al olvidado,
sino con un nuevo modo,
más liviano y libre,
como exorcizado,
desbrozado por las lluvias y soplado por los vientos,
calentado por soles repetidos,
gastado en teatritos, en kilómetros y en miedo,
marcado por látigos que me imprimió el destino
__hermosos látigos con belleza de mujer en el mango del inicio y colas de siete rayas vivas en el extremo del dolor__,
rengueando la renguera del perro,
caminando como un gato por el tapial del vecino,
contento de ver secarse las heridas y oliendo el aire para buscar nuevos sacrificios,
que desprendan las costras,
con cada golpe y cada ablución,
con brazos abiertos,
orando sin dioses
en cada respiración.

Osvaldo C. Trossero
Mayo de 2010

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