¿Qué miro cuando miro el río?


¿Qué miro cuando miro el río?

Podría ser pretensioso y decir que veo ahí un espejo suficientemente grande como para ver reflejado el universo.

Sería una exageración ensayar en el río un espejo para mí mismo.

Somos hijos de la misma célula, pero tanta inmensidad y misterio son para una humanidad entera, como unidad de medida, nunca para un humano individual, para un yo suelto a la deriva.

Un río, el río, ¿cuántos ríos dirán el mismo rezo?

Entre todos bautizamos los ríos. Milenariamente lo hicimos, y día a día. Conservamos ahí los nombres más viejos de nuestra tierra, de nuestra naturaleza. No hay ríos que se precien de tales con nombres de generales, de próceres o de políticos, no al menos en nuestra tierra. Los próceres bautizan lagos, represas y puentes, no cursos vivos y fluyentes, ¿será su destino estar estancados? Ellos se nombran a sí mismos en hormigón y en fierro, así serán siempre decadentes y duros, no pueden honrar la calidad vital del líquido elemento, ellos pasan de moda, el río sigue fluyendo.

Haría una ley del congreso para volver a todos los lagos a sus nombres ancestrales: Huemul, Nahuel, Futaleufquen. Queremos nombrar cosas que no entendemos y desde ahí en adelante comenzamos a faltarles al respeto.

Iberá, es agua que brilla, eso es un nombre natural, no Lago Mascardi, o glaciar Perito Moreno.

Miro el río Paraná en calma y en su grandiosa mansedumbre, veo mi reciente paciencia. Veo el río encrespado, pariente del mar, hecho un torrente, y logro un paralelo de mi locura. En cualquier caso, siempre caeré rendido ante su majestad. Lo juro. Sólo para saber que no me he vuelto por completo demente.

Veo el río y atisbo el orden mudo del universo.

Veo el río y es como si mirara el cielo estrellado.

Lo miro y logro apreciar aquello que avanza hacia mi fino tramo de realidad, de presente, un futuro abierto. Vivo este angosto presente, como lo único verdadero. También puedo soltar mi pasado entre las aguas que se van y olvidarlo en su bálsamo.

Veo el río, finalmente, y aprendo, sé, que nada que esté vivo se puede tener.


Osvaldo C. Trossero


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