Corazón que olvida no está muerto, duerme la siesta
Si no es la muerte la que te trajo en vida a mi puerta.
Si no es la noche la que me dejó esta sensación de calle desolada, desierta.
¿Quién carajos echa las hojas secas en las canaletas, en las cunetas?
¿Quién o quiénes desbordan con cada sol las tardes de calor, de siesta?
Son de piedra caliza raspando la chapa lustrosa.
“pros pros pros pros” de tractor,
y “tchiú tchiú tchiú tchiú” de benteveo en las horas de la solapa,
en las lomas pobladas de espinillos cuando con cuatro rulemanes y un empujón
empezamos a soñar la gran carrera;
cuando nos corrían las viejas con la chancleta, porque el viejo no podía dormir la siesta.
La siesta pasó y me desperté de golpe transpirado,
al borde de cualquier acantilado, por no decir abismo.
Igual si hubiese dado un paso más en el progreso, nunca menos,
hubiese caído como una bolsa de tripas,
y eso no tiene nada de heroico.
Hoy tengo este corazón olvidadizo,
se ha olvidado de muchas cosas,
por suerte aún no se olvidó de mí.
Quizás ha perdido su fuerza para recordar,
pero aún no la que necesita para latir.
Hace tanto tiempo que no nos divertimos juntos: yo al borde del vómito y la herida,
vos a punto de colapsar.
¡Los dos amamos tanto la vida!
Pero ¿qué puedo decir?
Parece que hubo épocas en las que la amábamos demasiado y por demasiado tiempo:
ella terminaba con las partes enrojecidas y nosotros ni hablar podíamos.
Osvaldo C. Trossero
Agosto 15 de 2011
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