Un cuentito para los chicos grandes
Si nuestro país fuese una persona, un cuerpo, podríamos
convenir que desde hace muchos años es una persona enferma, aquejada de
diversos padecimientos.
Tal vez pudiéramos llegar a un acuerdo, quizás, y
afirmar o suponer que hacia fines de los años 60 del siglo pasado, es decir
hace ya unos 60 años _que en tiempo de
vida de un humano promedio serían varios meses o pocos años, en la etapa de nuestra
adolescencia_, comenzamos a manifestar síntomas de una enfermedad autoinmune,
por la cual algunas células del cuerpo iniciaron una rebelión contra su rol
habitual y hubo una respuesta orgánica muy fuerte, ayudada por la “ciencia” de
la época, que terminó por implementar un tratamiento curativo bestial. Al
comienzo el propio cuerpo levantó sus defensas, mandando ataques celulares
(síndrome de Arteros Ataques Asesinos, síndrome Triple A), pero fue mediante la
inyección de diversos venenos y drogas nacionales e importadas, que se intentó
la erradicación final de esas células, con una especie de quimioterapia
salvajemente agresiva.
El cuerpo a duras penas sobrevivió al largo
encarnizamiento terapéutico aplicado que, aunque fue impiadoso, no terminó de
cumplir su fin último y sí logró generar para el futuro un miedo atroz a nuevas
curaciones similares, con buenas razones, claro está.
Durante esa internación hubo un episodio extraño por
demás, que tuvo lugar de una manera insospechada, que se suscitó cuando los
matasanos que por entonces nos trataban (muy mal), para intentar una maniobra “curativa”,
no destinada a salvar al paciente sino a ellos mismos en su lugar de clínicos, decidieron reincorporar una parte del cuerpo perdida
hacía años, una oreja cortada malamente a poco tiempo del nacimiento. Intentaron
volver a coserla mediante una operación que costó muchas células jóvenes e
ingentes recursos y que, claro está, no dio resultados positivos, salvo más
sangre derramada y heridas insondables, que quedaron permanentemente abiertas.
Esa oreja perdida era importante, de alguna forma nos
había mermado mucho la capacidad de escucha de los cuerpos circundantes. Como
todo en esta vida, esa carencia había tenido efectos negativos, casi obvios, y
algunos pocos positivos: un cierto aislamiento _un tanto ingenuo_ que nos hizo
crecer en un aire de limbo, de bosque encantado preservado de las tormentas y
dramas atroces del resto del mundo, creyéndonos distintos y hasta mejores. Pero intentar reincorporarla con un
tratamiento otra vez salvaje, fue la gota que rebalsó el vaso e hizo que el
paciente se revelara contra los tratantes, e iniciara un proceso de auto
curación, al menos de las peores de las heridas que se había auto infringido y
a las que había sido sometido por los matasanos.
Fue arduo sacar a los matasanos y buscar a un médico
más humano no fue sencillo, requirió internaciones y re-internaciones, con
algunos períodos de mejoría y amenazas de recaídas. Poco a poco el ánimo
mejoró, ahí comenzamos a ver que no estábamos solos en un jardín encantado, el
vecindario, aún otros cuerpos más lejanos, vivían en otra forma y la
promulgaban como el mejor de los mundos posibles, como antes habían hecho con
sus venenos y drogas, ahora por otros medios querían convencer a todo el resto
de que su manera de cuidar el cuerpo era la mejor.
Y otra vez compramos, nos tentaron las fantasías, las
propagandas: “¡Llame ya! ¡Adelgace ya!
¡Reduce fat fast!” y otras tantas y nos tocó un tratante sonriente, que
prometía felicidad y alegría, recuperación y confianza, pero que era cruel en
el fondo, entonces, cuando se vio a cargo, vino con la “cirugía sin anestesia”
y la hizo, sí que la hizo.
Qué podíamos esperar de esa técnica quirúrgica, dolor,
más dolor y desgarro, insensibilidad mediante, se cortó, se rompió, se llevaron
pedazos, valiosos, trasplantaron cosas. Pero este doctor era sonriente, sabía
que el dolor no se podía aguantar mucho y puso sedantes y calmantes, cuando
vislumbró un desborde usó anestesia, sí, en contra de su anuncio, comenzó a
usarla y a abusar del recurso, mientras cortaba y recortaba _coca cola y
galletitas para que esté contento el paciente_, y en ese cóctel estaba la
receta de una nueva recaída, otra enfermedad, que quiso curarse con más de lo
mismo, hasta que llegó el paro, el golpe, casi la muerte y más dolor.
Vino otro tratante desconocido, con una enfermera que
lo acompañaba. Al principio parecía que no eran crueles, al contrario, lucían
razonables y hasta amorosos. Pero a poco que el paciente comenzó a mejorar se
empezaron a volver más mandones, un poco gritones y ya abiertamente agresivos: “o cumplís nuestro tratamiento o vuelve lo
peor de lo peor”. De nuevo nuestro
cuerpo, sin saberlo, comenzó a ser diezmado; no habíamos recuperado del todo la
fuerza que ya faltaba la sangre, no había leche para el alimento, así nos
juntamos con algunos vecinos, que eran más padecientes que nosotros y todo
empeoró.
Entonces cambiamos, vino otro, un médico sonriente de
vuelta, que era amigo de los viejos matasanos de la quimioterapia salvaje. Este
vino mansito, y claro, como ya estábamos cansados de dolores, esperanzas y
recaídas, nos ganó con sus ojos azules de doctor sonrisas, y aunque intentó
hacer daño despacio, como para que no se note, siguió con anestesias y placebos,
se llevó su parte y se fue enojado, porque dijo que el paciente no lo entendía:
¿por qué iba a corcovear si él lo cuidaba?
Era un paciente adicto, que quería volver con las viejas drogas, no con las
nuevas.
En la caída nos agarramos a una nueva tabla de
salvación, nueva es un decir, estaba recontra-podrida por dentro, aunque se
veía de lejos no quisimos mirar y la agarramos y duró poco la ilusión, porque
si bien el tratante se mostraba parecido al viejo médico humanista que nos
ayudó a salir de los matasanos salvajes, no era ni parecido de verdad y encima
tenía a la enfermera enojada y mandona de la vuelta anterior que lo manejaba
como a un títere… ¿y cómo nos iba a ir?
En medio de los corticoides, los analgésicos por
millón, al borde del paro total y oliendo a muerte, apareció el “genio loco”, “médico
brujo del perro muerto”, “salvador”, que nos daría la libertad, ¡pero qué
libertad!
¡Lo que hace un ser al borde de la muerte! Lo que
hicimos tantas veces, aferrarnos a cualquier cosa, y esta vez fue a una
motosierra enloquecida, a la que le ponen nafta los viejos matasanos y los
vecinos dueños de los venenos y las drogas del pasado. Y nos dice que
cortándonos de a pedazos vamos a estar mejor… y muchos le creen, ¿no?
Y él se enoja si no lo dejan cortar pedazos y grita y
amenaza y nos dice que somos un cuerpo descuidado, pero que desmembrado por
completo seremos libres y mejores, como en una época remota, que ya nadie
recuerda, una pradera brumosa del pasado, cuando no nos preocupábamos de los
vecinos, ni de nosotros mismos.
¿Entonces, si como país fuéramos ese cuerpo, con toda
esa historia clínica, qué creen que pasará ahora? ¿Que todo va a mejorar o que
este nuevo matasanos cruel y loco de la motosierra va a enmendar todo,
rompiéndolo todo y haciéndonos libres al fin? ¿No nos estarán ofreciendo un
suicidio para adelgazar y salir de nuestras adicciones (que las tenemos, claro
está) y del dolor?
¡Okey! Sigue pensando así niño grande y ve
preparándote para la liberación final… o comienza a reconocer que tenemos
problemas, adicciones, diabetes, hipertensión, una oreja menos, tajos por todos
lados, etc. etc. etc. Comienza a observar que sanar con motosierras cortando
pedazos no es la forma de sanar, sino que tal vez necesitemos de buen trato, de respeto por todo el cuerpo y
cada una de sus partes… aun de las partes enloquecidas empuñadoras de motosierras,
a las que no habría que darles nafta y cuerpos para cortar, claro está, sino
psicoterapia y cariño.
Habrá que buscar médicos humanistas que sepan de
medicina, que no se roben la cama y los remedios, esas cosas, que en nuestro
país parece que sólo podrían pasar en un cuento para niños...
Suerte niño, crece, piensa y, sobre todo, ama…
Osvaldo
C. Trossero
Mayo de 2024
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