Niños perdidos
Miro las escenas de la búsqueda de una niñita perdida. Ella vivía, como se dice en este país de los eufemismos: “en situación de calle”, por no decir en un abandono agobiante, sobreviviendo a duras penas, vulnerable a todo influjo, humor, caos, dádiva y suceso. En el medio de una monstruosa ciudad, reflejo de nuestra inevitable forma de expresar la más fría humanidad que nos brota por los poros, rodeados de monoblocks __ “viviendas sociales”__, autopistas, humeantes contenedores de basura y gomas en llamas, las personas reunidas en un rito tribal __que implica incendiar cosas, crear fumarolas, cortar el tránsito de otras personas para obtener atención inmediata de parte de “las autoridades” y de “los medios”__, reclaman la aparición de un ser que se fue __ con la aparente aprobación de su madre __, con otro ser, que ahora es requerido como secuestrador y, con fundado temor, sospechado de ser un posible violador y asesino.
Quedo atónito, confundido. Intento comprender qué está pasando, qué transmiten los medios en sus imágenes, sus opiniones y en sus preguntas que parecen tan llenas de prejuicios, como de un cuidado insolente para parecer políticamente correctos, “sensibles”, dispuestos a incomodar sólo a aquellos a los que no les importa que los incomoden. Veo en las imágenes rostros enojados, pedidos de justicia llenos de angustia y de una garrafal ignorancia que trasluce lo obvio: algo ha de hacerse en favor de la pobre niña perdida, los reclamos deberán ser atendidos, pero, ¿por quién?
En la barricada algunos charlan, hasta sonríen, se ve a otros mirar alrededor con rostros curiosos, los cronistas gesticulan para mostrar cierta congoja mezclada de alguna clase de empatía e indignación y pocos datos concretos que los “rescatistas”, los “auxiliares de la justicia”, derraman a cuentagotas para no develar su desconcierto. Otros periodistas y comentaristas, en los “estudios centrales”, responden a esos estímulos asediando a quien puedan para darle contexto de alguna forma a esas imágenes, una explicación, que no llega, que no calma la ominosa incertidumbre que genera un pobre niño extraviado en la jungla humana.
Miro el tumulto real y el mediatizado y la imaginación me trae un símil, quizás una metonimia, la palabra es “inflamación”. Me explico a mí mismo desde una supuesto organicismo social que, como tribu, nos reunimos alrededor del suceso, unos actuando la búsqueda, otros expresando su desesperación, otros curioseando en el lugar o a través de medios y algunos otros más que calculan réditos y pérdidas. Entre todos producimos una inflamación alrededor del hecho, de sus consecuencias y de los tristes pronósticos de resultado. Eso, si fuera cierto que como sociedad somos tal como nuestro cuerpo humano, hará que las defensas se concentren en resolver la inflamación generada por el trauma, por la infección. ¿Y con la infección que hacemos?
Es casi obvio que resultaría aberrante oír o decir en plena crisis que la responsable de su hija es la madre o el padre ausentes __ sea por distancia o por inconsciencia__, eso no sería políticamente correcto, pero entonces ¿Quién es responsable? ¿Es “la política”, “la sociedad”, “la pobreza”, “el Estado”? A quién se le ocurriría reclamar en este momento por el corte de tránsito, indignarse: a pocos, quizás a alguno que ha sido afectado en alguna otra emergencia agravada por la inflamación de ese cuerpo enorme, monstruoso, de una ciudad humana, tanto como inhumana. Seguramente otra sería la historia si este suceso hubiese ocurrido en un pueblo o una aldea entrerriana, quizás la inflamación ni siquiera hubiera sido necesaria.
Desde hace años titilan ante nuestros ojos millones de bites y pixeles, de la antigua tinta, llenos de palabras halagüeñas, buenas intenciones, promesas, “planes sociales” que dicen van a contener “la pobreza”, la degradación social, esa plaga que no es sólo un indicador estadístico de ingresos per cápita o por grupo familiar, la carencia de los dineros necesarios para no caer de la “línea de la pobreza” __la pobreza es tan profunda y antigua como el mundo mismo, por tomar sólo un ejemplo desde hace dos milenos la Biblia nos habla de los “pobres de espíritu”. Caen cascadas de pixeles llenos de dichos y perjuros juramentos de los habituales comentaristas de la realidad, o sea aquellas personas que elegimos en supuestas elecciones democráticas y libres __si elegir entre papas y batatas es en verdad una opción__ para que actúen e intenten los cambios que pomposa y frecuentemente proponen y prometen, en lugar de ilustrarnos sobre la realidad que tanto los “indigna y emociona”, según dicen, y de la que vendrían a ser centrales responsables y no simples analistas.
Bueno, entonces, ¿a quién le echamos la culpa? ¿Nos podemos mirar en alguna faceta de este penoso suceso? ¿La precariedad de la vida humana en las grandes ciudades, el abandono, el abuso, las promesas mentidas, la pobreza material, espiritual, mental? ¿La ficción para las cámaras, la empatía, la risa que se cuela __ aún en estos momentos funestos__ en cada vericueto humano, como los chistes en los velatorios, el llanto descarnado, la indiferencia y el cálculo probabilístico de ventajas políticas? ¿Nos vemos en alguna situación?
En el intento de cerrar la idea busco un nombre para guardar en mi ordenador estas exploraciones, me encuentro con “niños perdidos”, lo hago, guardo. De inmediato siento que con esa elección alcanzo a darme cuenta de que siento eso; me siento un poco como un niño perdido ante la incertidumbre y el fatal desasosiego de saber perdida esa pequeña vida humana, perdida de tantas pérdidas, la actual (que se resolvió azarosamente bien, por obra y gracia del destino) y todas las pérdidas anteriores que esa niña tuvo que pasar para llegar a perderse en las calles, como lo estuvo.
Niña perdida, tanto como quienes vemos por TV el suceso, tanto como los periodistas que intentan explicarlo, tanto como los políticos que se codean para explotarlo, tan perdidos, tan niños, poblando los monstruosos sueños que entre todos construimos, tanto.
Osvaldo C. Trossero
Marzo 2021
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