El ciclo de la mariposa


Ese miedo que aparece por el porvenir, por no saber cómo serán esos futuros inciertos, ese pánico, esas catástrofes predichas se disuelven cuando recuerdo que las sorpresas del futuro son lo único que me aparta del tedio, de la medianía, del nihilismo. Aunque el futuro se obstine en contradecirme, me hace sentir vivo en cada cambio, con cada asombro que me regala.

Un día de fines del invierno paseaba en un camino vecinal, recogía flores de adormidera, la conocida campanita, y gajos de mburucuyá, para hacerme una tisana... sana sana colita de rana. También quería trasplantarlos a mi pequeño patio urbano. Volví,  y sin mucha habilidad los puse a habitar el cantero, confiando en que algo crecería.

Al tiempo comenzó a subir por entre las matas un gajo lleno de sarmientos, parecido a nada conocido hasta ese momento, que se trepó a la reja que finge proteger la ventana. Yo elucubré que sería, además de un bello adorno, una defensa para el calor de  las tardes del verano que se acerca a pasos rápidos. Vi crecer las ramas que, de tanto en tanto, envolvía entre los hierros para que formara una red espesa. Las hojas iban desplegando su forma parecida a un tridente verde y carnoso, cubriendo mi ventana. Por un momento temí que los mosquitos hicieran de la enredadera su hogar. Observé y comprobé que ese miedito no tenía sustento, por alguna razón los mosquitos siguieron con su preferencia por las matas en lugar de la nueva trepadora. Esperé atento día a día para ver aparecer la maravillosa flor del mburucuyá, con su ojo místico apuntándome a la mirada, codiciaba su existencia, que nunca brotó.

En su lugar comenzaron a aparecer unas pequeñas sombras arrastrándose entre las hojas, usando de carriles los gajos, como si fuesen los carros de un tren del futuro corriendo vertical y luego horizontalmente, hasta cuesta abajo, y ocultándose detrás de las imaginarias estaciones hechas de hojas.

Frustrado por no ver la flor nacer pensé podar todo, acabar con mis elucubraciones y metáforas con poco sentido. Llegué a aplastar una oruga que se interpuso en mi camino,  lo noté cuando sentí el líquido deslizarse como una mínima porción de mermelada entre mis dedos. Me sorprendí al ver que no era una gata peluda, que pica la piel como los mil demonios, era una oruga suave, peludita, negrita con vivos rojos… ¡destrozada! Me apenó haberla pisado y aplacé mis decisiones para otro día, de todas formas ya había notado que mis imaginarios trenes del futuro se estaban empezando a comer las estaciones con formas de hojas tridentes.

Quizás fuera un poco mi indolencia, tal vez la tímida esperanza de ver en ese pequeño mundo algo más que orugas y hojas picoteadas, no lo sé de cierto, pero dejé que ese micromundo continuase su existencia entre mis matas de jardín. Lo primero que noté fue que mientras más avanzaba el banquete de los gusanos comenzaban a aparecer unos pequeños cucuruchos parduzcos colgados de las guías verdes de la enredadera y en algunas paredes linderas. No supe qué eran, hasta que con ánimo de niño curioso apreté uno contra la pared y apareció la mermelada de gusano que ya conocía, con lo que di por terminadas mis investigaciones infantiles. Recién entonces supe que los cucuruchitos eran capullos de mariposas y renació mi inquietud de ver ante mis ojos la belleza que se gestaba y se ocultaba en ese momento. Fijé la atención en uno de los capullos para ver su evolución. Mi imaginación me decía que quizás fueran mariposas horribles, o simples mariposas blancas, sin gracia alguna, un trozo de papel ajado. Mi imaginación es algo despiadada.

Pasaron unos días y una mañana temprano, a la hora de la salida del sol, asomé al patio y vi dos mariposas recorrer los matorrales de mi  cantero: naranja, cuadritos marrones, vivos blancos, esas hermosas mariposas que vuelan en los claros de los montes cercanos, o en los caminos vecinales como el que me dio plantines de enredaderas en el cercano invierno. Volví a mirar el capullo elegido y asomaba una forma que insinuaba ser una mariposa, aún un poco agusanada, que intentaba desplegar unas alas medio arrugadas, donde ya podían entreverse los tonos de sus hermanas mayores. La miré evolucionar, nacer si cabe la palabra, moverse levemente mientras un sol manso iba secando sus alas que estiraba poco a poco. Entonces recordé una joya que guardo en mi memoria, un día cuando tenía unos 7 u 8 años tal vez, en el parque de Diamante, donde pasábamos tardes de fútbol, hamacas y bicicletas los gurisitos del turno mañana de la escuela de las monjas, vi nacer una chicharra, la vi salir de su cáscara, extender sus alas transparentes, húmedas y brillantes, la oí ronronear, hasta que el aire del verano secó sus extremidades y voló de un salto para unirse al coro incipiente de los fines de la primavera. Mi elegida gusano-capullo-mariposa, estaba naciendo al aire, primero reptó, luego invernó y ahora volaría.

Ahora con sus hermanas vuelan sobre mis plantas, se revuelven entre las ramas yermas de mi supuesta planta de mburucuyá. Se ven felices aleteando, al menos yo las veo feliz, revolotean con el único propósito de existir… cómo quisiera ser tan leve. En poco tiempo se irá, su ciclo es corto, pero para mí ya inmortalizó sus colores: naranja, marrón, blanco y ocre sembrados en campos simétricos en su mundo alar.

Mi imaginación, ahora más piadosa, anoticiada que no todo futuro es una catástrofe, que tomarme media hora para ver nacer un capullo no implica el fin de mis obligaciones ni el despido con causa, me llena de nuevo de preguntas: ¿cuándo fui oruga? ¿Seré ahora una larva incubando belleza o son mis alas las que siento batir mientras creo que vuelo? ¿Alguien observará mi existencia como yo observo el ciclo de la mariposa?

Osvaldo C. Trossero

(fines de 2014)

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