Mi diálogo con una sombra
De pronto en el rincón aparece una sombra, que se
escurre con la menor luminosidad y regresa cuando menguan los brillos.
Siniestra es sólo una palabra que se quiere cargar a los hombros de esa sombra
y no puede hacerlo. Siniestra no puede, funesta tampoco lo logra. “Inquietante”
lo intenta, pero no consigue ese puesto.
Alguna vez en
mi infancia me enseñaron que a los monstruos hay que ponerles nombre para que
dejen de serlo: un monstruo no se puede llamar Carlitos, no lo resiste, se
disuelve. Ya más grande comprendí que preguntar era un buen recurso con los
desconocidos, así que le pregunté a esa visión obscura, que había aparecido en
un rincón de mi cuarto, cómo se llamaba. Ella amablemente me dijo simplemente:
sombra. Continué curioso ante su respuesta y quise saber qué tipo de sombra era
y ella me reveló que era una sombra reparadora, que solía vivir en un lugar
llamado Gaza y que, no sabía bien cómo,
un súbito arremetimiento __dijo la sombra__ la condujo a estos lugares lejanos donde había
venido a retozar. Se explayó y me contó además que en Gaza ya hacía tiempo que
habían llegado muchas de sus colegas:
las terribles, las súbitas. Siguió diciendo que estaba tan superpoblado de sombras que era una
oscuridad casi total, tanto que de las ya dichas “inquietantes” quedaban apenas
un par, porque se había llenado de las funestas y las siniestras; también las
dantescas estaban creciendo y otras que señaló como esas que suelen crecer
entre fogonazos de cañón, explosiones y gritos, esas que recorren el suelo
mezcladas con la sangre y confundidas con la negra muerte que se mueve sin
sombra y cosecha almácigos enteros de vidas de un solo golpe de guadaña o de
misil, lo mismo da.
Traté de ser
buen anfitrión y le dije que por mí podía quedarse tranquila en esta zona, que
necesitábamos bastante de sombras reparadoras, y que, como hemos tenido algunas
épocas de sombras terribles, no se
preocupara porque a veces acá podemos confundirnos y temer que una sombra como ella
pudiese ser una de sus hermanas más obscuras, como me pasó a mí.
Como ya había
entablado este diálogo tan singular, aproveché para pedirle que me avisara si por
casualidad a sus hermanas les daba por migrar, o le enviaban cartas desde Gaza
pidiéndole consejo sobre estas tierras.
Ella me contestó, a su manera claro está, haciendo sombras chinescas
sobre la pared un poco descascarada de mi dormitorio. Creo haber entendido bien
su compromiso de alertarme ante cualquier señal de alarma, pero eso sí, y de esto no me caben dudas, ella fue tajante
y asertiva en sus gestos cuando me contó que había notado mucho humo por acá.
Dijo que logró ver cómo emanaban cantidades enormes de las palabras, algunas
injuriosas, siempre de expresiones belicosas sobre supuestas luchas por bienes
y derechos, contra malos que valía la pena combatir. Se ve que estuvo un rato
largo frente al televisor, siendo sombra del toldo del patio, y ahí escuchó los
canales de noticias, la radio y esas cosas. Me contó que en Gaza muchas veces
había escuchado ese lenguaje y había observado esos humos surgiendo de las
palabras, pero que notó que en un principio las personas atravesaban la
humareda disipándola y no había entonces sombras cerniéndose sobre ellos. En esas épocas ella se revolcaba
en una sombrilla de playa muy colorida, pero de eso en Gaza no había quedado
nada, dijo con movimientos penosos. Continuó contándome que con el tiempo los
humanos respiraron tanto de esos humos que no querían ya disiparlos y así las
sombras, cada vez más brumosas y
concretas, comenzaron a quedarse entre la gente, dentro de ellas. Para cuando
levantaron los muros de hormigón y acero ya todo estaba perdido, fue
inevitable: se instalaron al acecho, en ambos lados, esperando asaltarlo todo
con obscuridad y esparciendo el miedo.
Luego vinieron los bombazos, los cohetes, los gritos y la sangre, eso ya lo sabemos…
Con sus
sombras chinescas en la pared descascarada de mi cuarto me lo contó todo,
mientras yo miraba a lo lejos el televisor que transmitía los anuncios de una nueva batalla, esta vez
en contra de no sé qué especie de animales, que al final eran personas nomás.
Unos se decían a favor pero en contra, otros todo a favor y en contra de los
que estaban a favor de los de la contra y otros más no sabían bien por qué,
pero estaban también en contra de los primeros y de los otros, animales o
personas, no importaba mucho. Lo cierto es que entonces yo logré ver el humo,
ese del que me habló la sombra, subir desde las palabras y proyectarse sobre el
horizonte, así como pasa en esos días de verano cuando se quema el pastizal de
las islas. Tomé coraje, lo atravesé a los manotazos, casi como un loco, y vi
que no había sombras una vez disipado el humo. Me tranquilizó averiguarlo,
aunque debo reconocer que mi diálogo con la exiliada de Gaza dejó mi ánimo un
tanto sombrío.
Osvaldo C.
Trossero
Agosto de 2014
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