La lluvia y los horneros
Veo una
pareja de horneros trabajar su nido bajo la lluvia, como si estuvieran urgidos
por un patrón severo que no alcanzo a divisar.
Trabajan
sobre la copa de un palo borracho joven, que crece frente a la ventana de mi
escritorio, donde a veces logro poner en orden palabras e ideas. Ese árbol,
plantado por un vecino hace unos años, fue
podado recientemente en su tronco principal, tronchado sólo para que no peligre
un tendido eléctrico que al poco tiempo fue trasladado. Daño inútil. Lo miraba
y me decía qué feo trabajo que hicimos los humanos en ese pedacito de
naturaleza.
Desde hace
unos días veo crecer la casita de los horneros, o caseritos como les decimos
también en estos pagos. La vi coronar el
corte del tronco en lo alto, la amputación, y
se me ocurrió que la misma naturaleza estaba construyendo en los bordes
donde los hombres nos empeñamos en dañarla.
Mi barrio,
de las afuera, recibe la migración de los pájaros de los campos cercanos, que
huyen mayormente de la tala de los escasos montes nativos que nos van quedando
alrededor de Paraná. A mí me alegran las mañanas y son mi despertador orgánico
todos los días.
Hoy llueve.
Estoy de un ánimo turgente. Luego de haber navegado todo el día de ayer por el
gran Paraná, se revuelven en mí aguas emocionales, tal como su fuera un mínimo
remedo del río. Leí por un rato, escuché la lluvia caer y cuando estaba por derrumbarme
en el desgano, vine a sentarme a mi sillón de escribir, sin saber bien qué me
convocaba. Estaba por desistir y levanté la cabeza hacia el paisaje, que
siempre veo cambiar y que con los años
fue pasando de lomas arboladas de monte a casas insertas entre árboles cada vez
más ralos, es el paraje “el brete”, que en mi horizonte se transforma poco a poco, desde hace años. En esa mirada
contemplativa hice foco en el árbol que a escasos 15 metros florece ante mis
ojos, con sus tonos fucsias y sus hojas vibrantes por las gotas y el verde de
estos casi finales de verano. En ese instante logré ver el casal, que casa
quiere, en su ritual de construcción natural en barro: uno trayendo material y
el otro haciendo crecer las paredes. Elucubré sobre su apuro, imaginé un
patrón, mandando sus instintos de aves silvestres, la enorme Naturaleza
diciendo a la conciencia de esos pájaros: “¡aprovechen
la lluvia para recoger el barro de sus paredes!”, e imaginé a los
horneritos apurados y atareados en su quehacer, mientras tomaba fotografías. De
improviso aparece un picaflor, liba de las flores fucsias, visita a sus vecinos constructores y sigue
zigzagueando su camino de mil aleteos por minuto. Cuando creo haber resuelto el dilema del apuro de los horneros,
mi indagación no resulta suficiente. El hornero que trabajaba las paredes sale
del nido, mira alrededor como buscando a su compañera, canta fuerte algún
mensaje para ser oído desde lejos y vuela dejando desolado su hogar. Mi
elucubración era ociosa, como casi todas.
Esperé en
vano que regresaran, cámara en mano, para lograr una toma más elocuente de su
tarea. Entonces decidí comenzar a relatar esta experiencia, un poco entristecido
de no haber acertado con mi hipótesis naturalista. No obstante, la impresión
que quedó en mi interior no se apagó, es una mezcla de emociones, casi todas
alegres, reluce en ella una esperanza, la
de ver que la naturaleza se abre paso sobre nuestros errores y que, si
bien sabe ser rigurosa y severa, no es ni de lejos lo mandona y maltratadora que
podemos ser nosotros, sus hijos __los que dudamos en reconocernos como tales__,
cuando somos jefes, patrones y mandamases de otros de nosotros para que hagan cosas,
a veces sus propios nidos.
Mientras
escribo esto vuelven los horneros, canturrean algo, que ya no quiero
interpretar, saltan por las ramas, trabajan otro rato y vuelven a volar. Van y
vienen, ese es su proceso.
Osvaldo C. Trossero
Febrero de 2014
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