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Mostrando entradas de diciembre, 2012

El vuelo de las arañas

Despacio voy comprendiendo que volverme viejo, poco a poco, con el paso de los años, tiene sus pros y tiene sus contras. Así, en esas mañanas frescas y saturadas de humedad del otoño, amanezco con los huesos emitiendo chirriantes señales de auxilio, que mi cerebro traduce de manera indeclinable como “dolor”. Así también la agudeza visual ya no es la misma que antes. Cambio. Me toca aceptar el rito cansino del calentamiento matinal, que nunca practiqué de más joven. Ahora también comprendo que depende de mí mismo elegir y en vez de pedir un turno urgente con el oculista, simplemente me siento a ver a las arañas volar y flotar cabeza para abajo en maniobras lentas, antes inverosímiles para mí, en la quietud de los rincones de mi casa,  las contemplo un largo rato en su evolución y asombrado imagino sus próximos lances aéreos. Cuando voy avanzando en este camino, a veces tortuoso, puedo volverme seco y cínico, o empezar a creer en el vuelo de las arañas y en el de otro...

Momo y el corazón del tiempo

“No, Momo –contestó el maestro Hora--. Esos relojes no son más que una afición mía. Sólo son reproducciones muy imperfectas de algo que todo hombre lleva en su pecho. Porque al igual que tenéis ojos para ver la luz, oídos para oír los sonidos, tenéis un corazón para percibir, con él, el tiempo.  Y todo el tiempo que no se percibe con el corazón está tan perdido como los colores del arco iris para un ciego o el canto de un pájaro para un sordo. Pero, por desgracia, hay corazones ciegos y sordos que no perciben nada, a pesar de latir.” Extraído de “Momo” (o la extraña historia de los ladrones del tiempo y de la niña que devolvió el tiempo a los hombres), 1973,  novela de Michael Ende.

Luciernhada

La otra noche volvía a mi casa en bicicleta. La oscuridad era ostensible: podía verse la nada con sólo abrir los ojos. Cada vez que pestañeaba se iluminaba un poco mi camino. Mientras temía ser arrollado por algún camión o auto poco atento a los ojos de gato de la bici, vino una luciérnaga y se posó en mi pierna, con sus colores verdes fosforescentes resaltando en la superficie parda de mis ropas. Su llegada alumbró mi imaginación, mis temores y, por un momento, me sentí más seguro de pedalear en la noche. Me acompañó un buen rato. Cuando llegué a mi casa, ella había partido, quizás a proteger a otro ciclista atrevido. No me arriesgo a calificar a ese bichito de luz más que como una luciérnaga, aunque bien podría decir que fue una pequeña hada compañera. Osvaldo C. Trossero