Un viaje




Hay un viaje que quedó muy grabado en mi vida. Hace algunos años yo vivía en Paso de los Libres, por cuestiones de trabajo. La vida me había ofrecido ese lugar y lo tomé. Venía de una ruptura familiar, un divorcio, y entonces me concentraba en trabajar, casi sólo en eso, era lo que podía manejar por entonces y era cómo podía hacerlo. Viajaba fin de semana de por medio para pasar tiempo con mi hija, que por esa época estaba en segundo grado. Todo discurría bien, iba reabsorbiendo mis partes, reordenando mi sistema de vida, viajaba de un lugar a otro, todo el tiempo, tanto que todos los días salía del país inclusive: travesaba un puente, uno internacional, antiguo y de concreto, nada metafísico.

Al poco tiempo de haber establecido esa cabecera de playa en mi desembarco correntino, cuando estaba alistando mis fuerzas internas, una mañana, como la de hoy, de un fresco luminoso y limpio, sonó mi teléfono y Laura me avisa que Oriana, mi hija, se había accidentado en la escuela, que se había golpeado con otro chico en la cabeza y que estaba internada: “…no te asustes… ella está bien, no hace falta que vengas…”.

Serían más o menos las 10 de la mañana. El “está bien” me rebotó en el rostro, no pudo entrar. Salí de mi oficina, hablé con un compañero, que eventualmente tendría que reemplazar mi ausencia laboral, lo miré, le dije: “…pero está bien, parece que no hace falta que viaje”. Yo estaba en ese momento a cargo de la oficina local. Miraba a mi compinche, supongo que como mirando un fantasma, o al menos eso fue lo que él debe haber visto en mí, porque aun con lo impresionado que yo estaba por la noticia recibida logré apreciar su expresión de desconcierto, que sería la mía, lo miré, seguramente, como si mirase un espejo. Por fortuna él fue un buen espejo y me dijo, o yo creí entender que me dijo que me fuera, que viajara, que para qué me iba a quedar. Seguramente mi cara ya gritaba antes eso y no lo podía llevar a la garganta, y así como me había rebotado el “está bien”, así de fácil me atravesó el “andá” implícito en su  respuesta. Demoré más o menos 3 minutos en salir corriendo, subir a mi auto y arrancar.

Desgarro de un viaje. Luz de un viaje. Esperanzas de un viaje. ¿Correr para llegar antes, tiene sentido,  cuando ya sabemos que el destino puso sus manos sobre nuestra vida y la de los nuestros? ¿Vale apurarse para llegar antes? Yo he vivido la sensación de no llegar a tiempo. Viajé a 180 kilómetros por hora en un auto y una ruta que no estaban hechos para eso y llegué a mi destino. Llegué justo cuando tenía que llegar. Sospecho, sí, que si hubiese venido a 170, o a 150, o a la velocidad reglamentaria también hubiese llegado “justo a tiempo”. Sospecho que ponerme al borde del riesgo, donde cada segundo cuenta, fue sólo una manifestación de la omnipotencia que me atrapaba. Sólo llegando, entero, podía estar en el lugar donde quería estar, no de otra forma. Sin embargo el viaje me hizo fantasear con la idea poder controlarlo todo, aquello que no era mío, aunque desesperadamente quisiese que sí fuera mío: la vida de mi hija, su salud, su sufrimiento.

Cierto día, luego de aquel viaje enloquecido, donde las consecuencias catastróficas no existieron, como era quizás posible de prever, atravesaba ese puente antiguo de concreto entre un país y otro, un tren de cargas circulaba a mi lado, atardecía detrás de las lomas suaves del Taraguí y pude sentir que ese tránsito, ese pequeño viaje, era dónde estaba, donde tenía que estar y no sólo no podía evitarlo, si no que logré, por el instante en que dura viva una chispa brillando en el aire, sentir que así estaba bien, que yo estaba ahí, atravesado por ese rayo de sol…y de repente la noche.

Osvaldo C. Trossero

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